Soy un charro
convencido, nacido y pacido entre la provincia y la capital. Saboreo cada paseo
por la calle Compañía o las caminatas por dehesas y rebollares. Por ello, en
muchas ocasiones, pienso en el efecto que les debe producir a los turistas el
primer encuentro con Salamanca.
Inaugurar el descubrimiento de la Plaza o encontrarse con la fachada del
Edificio Antiguo de la Universidad; sentarse en las escaleras de Anaya frente a
las catedrales o arrinconarse en el Patio Chico. De igual modo imagino la
primera cita con una encina centenaria y contorsionista o asomar la mirada, sin
haberlo hecho nunca, a los Arribes del Duero. Este ejercicio de elucubración me
provoca cierta envidia con respecto a estos visitantes, pues tan sólo un
temporal ataque de amnesia recrearía este deseo de redescubrimiento.
Pero hace
algún tiempo hallé un sucedáneo de esta sensación buscada. La apertura del
carril bici por la ribera me permitió ver la capital con otros ojos. La mixtura
del ritmo ciclista con cuencas visuales desconocidas, me dieron otro perfil de
nuestras cumbres monumentales. Y esta fascinación es la que van a sentir
aquellos que se acerquen a la ciudad, si así lo desean. El Programa Sal en
Bici, donde el ayuntamiento y la Asociación de Empresarios de Hostelería se han
puesto de acuerdo para llevar el patrimonio de la ciudad a los visitantes, a
través del pedaleo, es una apuesta necesaria. Esta experiencia aportará un
enriquecimiento a turistas principiantes y avanzados.
No quiero
perder la oportunidad de reiterar las cifras que indican la buena acogida del
servicio de alquiler de bicis. Superar los mil usuarios e ir más allá de los
treinta y cuatro mil usos durante el año pasado es un indicador de su exitosa
aceptación. A este pequeño triunfo hay
que unir el ruido que se ha restado a la ciudad y las toneladas de CO2 que
no se han vertido en todos esos desplazamientos. A ello sumamos el hecho de que
las dos ruedas generan más convivencia con los peatones y esto se deja ver en
los paseos por la ribera. Lástima que sigamos teniendo al Tormes, patrimonio
natural, en un constante agravio comparativo con respecto al patrimonio
monumental. Me refiero a ese mantillo permanente de bolsas, botellas y
plásticos varios con el que lo engalanan aquellos que encima lo disfrutan.
Que el río
necesita una mirada atenta y un cambio de rumbo está claro. Combinar las
acciones de voluntariado en la limpieza de las riberas, con una fuerte y estratégica campaña de
educación ambiental – o de sensatez - será la única solución a las miradas
atónitas de los turistas, cuando bajan al puente romano y ven ese despropósito
de residuos. Alfonso Mañueco, nuestro alcalde, me confesó hace unos días que se
había llevado una decepción paseando por esta zona al ver su desconcertante
estado y manifestó su empeño en cambiar esta realidad.
Teniendo en
cuenta que este cauce no sufre casi ningún tipo de contaminación, la respuesta
está vinculada al comportamiento de los ciudadanos. La responsabilidad que
ejercen con respecto al estado del río las gentes de Cuida a tu Madre, o mis
compañeros del Colectivo Bellotero, retirando lo que le sobra a este paisaje de
ribera, será siempre insuficiente si no se produce un cambio de actitud. Donde
hay que poner remedio es en el origen y no sólo en el destino. Les invito a que
aporten soluciones en el blog que cierra la columna: Pensar y acometer entre
todos las soluciones también ayudará a la industria del turismo.
1 comentario:
Si se sabe que alguien quema vegetación de las orillas, ¿se puede denunciar de alguna manera? Me parece una acción agresiva, aunque no lo sea tanto como un vertido que contamine las aguas...
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