Todos recordamos aquella película de José
Luís Cuerda condecorada de Goyas titulada El bosque Animado. Menos son los que
se habrán arrimado al libro original del mismo título escrito por
Wenceslao Fernández Flórez. En él se narra la vida animada de la fraga de
Eume, donde en unos capítulos la fauna humana cuenta sus historias y en otros,
la vida espontánea de la naturaleza sale a escena.
Dentro de sus cuentos, el autor tiene una
breve obra titulada "La fraga de Cecebre". En ella el bosque de la
fraga se revoluciona por la llegada de un nuevo vecino: estirado, orgulloso y
centrado en su visión del pragmatismo. Este nuevo y supuesto árbol sorprende a
pinos, castaños, robles y eucaliptos. El pino, más próximo a él, trata de
iniciar una conversación con este desconocido integrante del bosque. De malas
maneras el susodicho desconocido reusa la invitación, repitiendo el desplante
con el resto de la diversidad arbolada. A unos los criticas por simular el
canto del tren gracias al viento, a otros como al castaño, por ser gordos, esplendorosos
y no materia prima del carpintero. Hacia el nogal vierte sus iras por no ser ya
alacena o tresillo y a todos en su conjunto por ser regazo de cuervos y
oropéndolas.
Toda la diversidad vegetal se queda impresionado
con las opiniones de este ejemplar recién llegado. Alto, esbelto, de corteza
grisácea, con dos hileras de ramas que se extienden al infinito. No tiene hojas
y por frutos le cuelgan unas vidriadas formas casi esféricas que brillan en blancos y verdes claroscuros.
Pero lo que más impresiona al bosque es ese murmullo
en el interior de sus ramas del que tanto presume el árbol. El dice que su fin
está consagrado a la ciencia y a la tecnología. Tanta sapiencia es respondida desde
robles y castaños despidiendo a las aves, perdiendo las hojas para evitar la
ostentación o evitando interpretar la partitura del aire y sus hojas.
Hasta que un
día el nuevo árbol se cae y los hombres que lo pusieron vienen a ver qué ha
ocurrido. El idolatrado individuo era un poste de teléfono, carcomido por
dentro que pronto fue sustituido. Y en palabras del propio autor: “Aquel día el bosque, decepcionado, calló. Al siguiente entonó la
alegre canción en que imita a la presa del molino. Los pájaros volvieron.
Ningún árbol tornó a pensar en convertirse en sillas y en trincheros. La fraga
recuperó de golpe su alma ingenua, en la que toda la ciencia consiste en saber
que de cuanto se puede ver, hacer o pensar, sobre la tierra, lo más prodigioso,
lo más profundo, lo más grave es esto: vivir”.
No
pude por menos que acordarme de esta historia cuando ayer bajé a ver al cedro
de la plaza de España, en el parque dedicado a Unamuno. Allí estaba,
encarcelado para su protección con una farola por vecino. No sé en qué
vivencias pegarán la hebra ambos, pero me intriga. Igual hablan de su símil
condición de mobiliario móvil e itinerante. Es de agradecer, sinceramente, que
el ayuntamiento se haya preocupado de su transplante, aunque no sé cuanto
vivirá después de su desnudo y mudanza, igual 10 años más… También me alegro
que no se lleve a delante la obra de los Bandos, pues allí se sitúa otro cedro
hermano de este, bastante tocado de zanjas y obras. Y espero que el día que se
arregle La Alamedilla, el gran abuelo de Salamanca, el cedro que preside dicho
parque sea respetado como el conjunto de los bienes de interés cultural de
nuestra ciudad Patrimonio. Esta Salamanca bien se merece sus árboles
monumentales vivos.
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